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viernes, 4 de diciembre de 2009

Día siete

Por Aranzazú Ayala

El primer día había estado toda la familia. Todos haciendo una gigantesca masa de duelo, de rezos, de martirios grupales. Los días siguientes se agregaron un par de amigos, viejos ucranianos con olor a girasoles, sin labios ni gargantas. Isaac y Daniel iban cada uno a su lado del departamento, eran buenos anfitriones y tomaban parte en todos los rezos sin hablarse, pero asegurándose de que ti Sara no lo notara, que creía que habían estado bien los últimos años sin Déborah, que todavía fueron una buena familia que separaba los trastes de la carne y de la leche. Ella intentó acercarse a Daniel, preguntarle cómo había sido y cómo se sentía, quizás también culparlo con sus manos, esculturas del Sinaí furioso, pero él se excusaba para cuidar a los primos, jugar con ellos, evitar que destaparan los espejos. Todos tenían moños negros en el brazo, tan alejados del dolor culpable en medio del inmenso y otra vez negro departamento. Uno, el mayor, nueve o diez años, preguntó qué había pasado, por qué primo Abraham había ido al hospital si no tuvo ningún accidente. Isaac vio a su hijo por última vez: la culpa. Bajó de nuevo la mirada y la voz de tía Sara llegó para cerrar la pregunta, porque aquí no pasa nada y no se dice nada, se enfermó y ya, y los niños no tienen que preguntar, no pueden preguntar. En la noche algunos se iban a dormir a sus casas, otros fueron regresando poco a poco a sus ciudades, a los países vecinos, o incluso los que estaban del otro lado del mar en el caso de un par de primos ricos. La noche del sexto día llegó, tía Sara regresó con los pequeños a la casa y Daniel e Isaac se fueron a dormir encerrados, temblando de frío, sin poder descansar deseándole pesadillas al otro.

Era la mañana del día siete. Y la luz que entraba como borrosa, como con una capa de humo, despertó a Daniel. La comida se quedó hasta pasado el mediodía en los platos perfectamente separados, la división marcada entre uno y otro lado de la mesa larga larga, como un puente cruzando toda la casa. La cabeza desnuda de Isaac se dejó ver en uno de los extremos, sentado y comiendo en silencio sin reparar en la ausencia de parientes y amigos. Daniel se levantó cuando Isaac terminó su plato, fue hacia su habitación y rezó solo, pero en voz alta para que escuchara que no le temía, que no le importaba porque no tenía de qué arrepentirse.

Mucho después de después de mediodía se terminaba el atardecer. Daniel se encontró en la boca del pasillo, largo largo también y más oscuro que el resto del departamento con sus paredes de madera negra. El pasillo que hablaba cuando se paraba frente a la fotografía y temblaba. El pasillo como otro puente entre ambos fuertes, como dos puntos conectados por una línea terriblemente larga. Y cuando es temible es espantosa y no de adjetivo, sino de espanto, del terror que ahora tenía Daniel de encontrarse a Isaac con ojos de cordero degollado esperándolo con su silencio y los ojos que eran idénticos a los de Abraham pero más hostiles, pero más vivos. Del otro lado Isaac, clavado a la silla también de madera negra, se quedó viendo el espejo cubierto. Ya no tenía miedo, sabía que los momentos especiales habían desaparecido desde Daniel y su regreso, después las salidas de uno dos tres cuatro días con el hermano, llamadas a medianoche y a mediodía. Daniel era el mayor, mucho más. Diez años. Se encerraban en el baño y cuando Isaac iba a bañarse encontraba latas vacías aplastadas por un lado y un olor medio dulce medio seco. Abraham se convirtió en una extensión del otro, tan ridículo y frágil. Entonces el primogénito se volvió a ir.

Daniel escuchó el portazo brusco. Por fin se atrevió a caminar a través del pasillo, a seguir el ruido que indicaba movimiento: Isaac ya no estaba.

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