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viernes, 4 de diciembre de 2009

Día siete

Por Aranzazú Ayala

El primer día había estado toda la familia. Todos haciendo una gigantesca masa de duelo, de rezos, de martirios grupales. Los días siguientes se agregaron un par de amigos, viejos ucranianos con olor a girasoles, sin labios ni gargantas. Isaac y Daniel iban cada uno a su lado del departamento, eran buenos anfitriones y tomaban parte en todos los rezos sin hablarse, pero asegurándose de que ti Sara no lo notara, que creía que habían estado bien los últimos años sin Déborah, que todavía fueron una buena familia que separaba los trastes de la carne y de la leche. Ella intentó acercarse a Daniel, preguntarle cómo había sido y cómo se sentía, quizás también culparlo con sus manos, esculturas del Sinaí furioso, pero él se excusaba para cuidar a los primos, jugar con ellos, evitar que destaparan los espejos. Todos tenían moños negros en el brazo, tan alejados del dolor culpable en medio del inmenso y otra vez negro departamento. Uno, el mayor, nueve o diez años, preguntó qué había pasado, por qué primo Abraham había ido al hospital si no tuvo ningún accidente. Isaac vio a su hijo por última vez: la culpa. Bajó de nuevo la mirada y la voz de tía Sara llegó para cerrar la pregunta, porque aquí no pasa nada y no se dice nada, se enfermó y ya, y los niños no tienen que preguntar, no pueden preguntar. En la noche algunos se iban a dormir a sus casas, otros fueron regresando poco a poco a sus ciudades, a los países vecinos, o incluso los que estaban del otro lado del mar en el caso de un par de primos ricos. La noche del sexto día llegó, tía Sara regresó con los pequeños a la casa y Daniel e Isaac se fueron a dormir encerrados, temblando de frío, sin poder descansar deseándole pesadillas al otro.

Era la mañana del día siete. Y la luz que entraba como borrosa, como con una capa de humo, despertó a Daniel. La comida se quedó hasta pasado el mediodía en los platos perfectamente separados, la división marcada entre uno y otro lado de la mesa larga larga, como un puente cruzando toda la casa. La cabeza desnuda de Isaac se dejó ver en uno de los extremos, sentado y comiendo en silencio sin reparar en la ausencia de parientes y amigos. Daniel se levantó cuando Isaac terminó su plato, fue hacia su habitación y rezó solo, pero en voz alta para que escuchara que no le temía, que no le importaba porque no tenía de qué arrepentirse.

Mucho después de después de mediodía se terminaba el atardecer. Daniel se encontró en la boca del pasillo, largo largo también y más oscuro que el resto del departamento con sus paredes de madera negra. El pasillo que hablaba cuando se paraba frente a la fotografía y temblaba. El pasillo como otro puente entre ambos fuertes, como dos puntos conectados por una línea terriblemente larga. Y cuando es temible es espantosa y no de adjetivo, sino de espanto, del terror que ahora tenía Daniel de encontrarse a Isaac con ojos de cordero degollado esperándolo con su silencio y los ojos que eran idénticos a los de Abraham pero más hostiles, pero más vivos. Del otro lado Isaac, clavado a la silla también de madera negra, se quedó viendo el espejo cubierto. Ya no tenía miedo, sabía que los momentos especiales habían desaparecido desde Daniel y su regreso, después las salidas de uno dos tres cuatro días con el hermano, llamadas a medianoche y a mediodía. Daniel era el mayor, mucho más. Diez años. Se encerraban en el baño y cuando Isaac iba a bañarse encontraba latas vacías aplastadas por un lado y un olor medio dulce medio seco. Abraham se convirtió en una extensión del otro, tan ridículo y frágil. Entonces el primogénito se volvió a ir.

Daniel escuchó el portazo brusco. Por fin se atrevió a caminar a través del pasillo, a seguir el ruido que indicaba movimiento: Isaac ya no estaba.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Ecos disímiles

Mariana Torres

Ecos disímiles

Reaprendí a los zapatistas en Chiapas. Llegué a Tuxtla Gutiérrez y aunque ya es Chiapas, mantiene todas las características de una ciudad de corte colonialista que conocemos: su kiosco, la música en las tardes, los restaurantes típicos como el Pichanchos junto al no menos tradicional Mcdonalds. Común a muchas de las capitales de los estados, pero diferente al aura que domina en Chiapas. Esa aura como mítica que domina casi todo el estado, pero que entre más cercano a Guatemala, más alejado de México se siente y se sienten, ellos, los habitantes.
Antes, conocía a Chiapas por sus historias y sus personajes: me refiero a la matanza de Acteal, a los constantes levantamientos zapatistas y por supuesto a Marcos. Marcos, tal cual, sin más, porque no necesita apellidos ni rostro para trascender. Ese personaje emblemático y representante de los zapatistas, la cara y voz de los pueblos. Curioso, la cara de los que se sienten ajenos, es un huidizo con sólo los labios y ojos visibles. Su poder radica justamente en eso, en ver y hablar injusticias y abusos de poder. Aunque “abusos” y “poder” son términos subjetivos y depende de quién lo posea para pensar si justamente favorece nuestros intereses. Pero volviendo a Marcos, me imaginaba su figura como esos héroes nacionales que una vez muertos, echaríamos de menos su presencia, como ese anti héroe que finalmente colocaríamos en las efemérides.
Quizá visión polarizada, correspondiente con lo que aprendí en periódicos, publicacionsuchas, papel, en fin como “Machetearte” y en eventos rememorando el 2 de octubre en la Plaza de las tres culturas atrás de Tlatelolco, en la Ciudad de México. No entiendo aún la relación pero los zapatistas siguen defendiendo todavía a los estudiantes caídos, quizá más como ejemplos de represiones que por las mismas causas ideológicas.
En fin, la tierra que conocía era esa, la del anti héroe levantista y sobreviviente sureño, que intenta hacer de Chiapas su propio Estado. Así que después de un día en Tuxtla, Paty y yo, fuimos, adentrándonos en la selva.
Recorrimos en dos horas el Cañón del Sumidero, viendo cocodrilos, changos y hombres sobre lanchas recogiendo la superficie cubierta de basura; meses antes de que fuera cerrado por obras de preservación. Miles de embarcaciones transportan diario a turistas a lo largo del río, con sus lanchas viejas goteando petróleo con cada girar de hélices.
Por la noche, entramos al frío San Cristóbal. El fuerte viento te inclina a desear el ponche y el pan de yema del mercadito. Las señoras usan faldas de lana negra para aguantar el clima, pero a pesar de esas faldas, hechas a mano y que no se venden a turistas, ellas andan a huaraches sin problema.
El ambiente provincial e íntimo se alterna con las masas de turistas angloparlantes que recorren el zócalo preguntando por sus hoteles, mostrando la llave como único lenguaje común. Sin embargo, al pasar por la iglesia del ex obispo Samuel Ruiz, ya comienzo a sentir el eco de inconformidad que te encaja a ese mundo alejado del comercio. Esos pueblo que han sufrido tanto por tantos año y sin embargo visitamos sin profundizar, por dos o tres días, pero quien sabe de que hablarían si nos detuviéramos a escuchar. Tal vez nos dirían lo que Marcos y Ruiz dicen que piden, quizá a ellos eso ni les interesa discutir.
No demoramos lo necesario y toda la madrugada manejamos hasta Yajalon. Este fue entonces nuestra base, salíamos todos los días a recorrer otras regiones pero a Yajalon regresábamos a dormir.
Un día fuimos a Palenque, subimos y bajamos esas imponentes pirámides, esa maravillosa ciudad con altares y habitaciones, que a pesar del calor y la humedad mantiene las pinturas rojas en sus murales. Después de subir y bajar tres pirámides descubrimos pasajes por atrás en plena selva que comunicaban una pirámide con otra. Aun con el asfixiante calor caminamos por todo Palenque, incluso encontramos esas ruinas que dicen los historiadores, eran casas. Dentro de la selva, que aun no es el centro de la Lacandona, escuchamos un rugido, algo así como de un jaguar muy cercano a nosotras. Tiesas y cuidados salimos de la selva cerca de un río, donde el cuidador nos dijo sin inquietud que era el grito de un chango; los jaguares están escondidos más adentro. Ya cerca de la hora de comida encontramos un señor que nos llevaba en su coche a las Cascadas de Aguazul, como el camino es de una hora y media Guadalupe nos contó de su profesión. Él, no toda su vida había hecho viajes, antes trabajaba para el ejército como espía, con los zapatistas, así escuche nombrar por primera vez el litigioso pueblo de Guadalupe Yaxchilán. Guadalupe, el señor, se había jugado la vida durante meses entre los zapatistas y el ejército mexicano. Como la mayoría de las personas de la región, hablaba tzotzil, lengua que la gente considera segura. Su suerte se acabo cuando un compañero del partido lo vio salir del cuartel. No pudo ni volver al partido ni al cuartel; salió del pueblo y ahora con su camioneta Urban llevaba turistas de Palenque a Aguazul. Fue tan amable que intentó ahorrarnos dinero en la entrada de las cascadas. Es decir, si eres nativo de la región el precio es diferente a si viajas con cara de turista, además de los retenes cada 100 metros donde voluntariamente tienes que cooperar o no puedes avanzar. Guadalupe, insistió en tzotzil que éramos de un pueblo cercano, rogando porque no abriéramos la boca con nuestro insoportable español.
Nunca había sentido la presión corporal de la humedad como en esa ocasión, tomé cinco litros de agua en dos horas. Craso error en una reserva sin baños públicos. Estuvimos toda la tarde hasta que comenzó a llover y por seguridad nos sacaron. Si la corriente agarra fuerza, es más probable que te arrastre a la zona de las cascadas más peligrosas.
Al salir, ya en la carretera, un letrero espectacular negro no puede ser más claro en sus consignas “Territorio zapatista, donde el pueblo manda y el gobierno obedece” Quizá ese ambiente inhóspito explicaba la ausencia de transporte. Esperamos junto con una pareja a que pasara un camión, que nos llevaría al siguiente pueblo para así de pueblo en pueblo regresar a Yajalón o al menos, acercarnos a Ocosingo. La pareja nos dijo que allí ningún camión o combi paraba; nos lo dijeron justo antes de que un Jetta los subiera. Así que sin dudarlo empezamos a pedir aventón, el siguiente que se paro fue una camioneta pick-up doble cabina que iba hasta Tonalá. Los señores recorrían durante todo el año la costa de Oaxaca a Chiapas fumigando los pueblos, está vez en emergencia venían de Misol-Ha.
El nombre de Guadalupe Yaxchilán ya giraba en mi cabeza y sin más recato sobre esta ciudad ambivalente les pregunte sobre ella. El chofer nos contó que durante años entraron a fumigarles, hasta el día que les prohibieron la entrada los zapatistas. Según el, dentro del pueblo hay un helipuerto y maestros españoles para los niños. Son muy cultos y tienen dinero pero a costa de vender la patria. Existen unas ruinas que bajo el emblema de que el gobierno no posee esas tierras, el INAH (Instituto Nacional de Antropología e Historia) no puede entrar, así que ellos hacen uso de esos vestigios. Venden las piezas a coleccionistas gringos o cualquiera que tenga el dinero que desean. El instituto ha intentado explorarlas pero si el ejército no puede entrar, que espera una decena de historiadores.
Ya en la encrucijada para entrar a Yajalon, pasamos por pueblos con nombres sugerentes como Cítala y Túmbala. José, un amigo del pueblo nutrió nuestra curiosidad esa noche cuando nos contó más historias sobre el misterioso pueblo de Guadalupe. Pepe, es decir José, es comerciante de piedras, entra a los pueblos a comprarlas y las vende en San Cristóbal o dónde haya un pedido. Así entró a Guadalupe un par de veces, dice que rara vez muestran su cara, nunca ofrecen su amistad y las fotos están prohibidas. Sobra decir que ningún no hablante de tzotzil pueda entrar.
Incluso llegó a más, nos contó cuando los zapatistas comenzaron a atacar pueblos vecinos a Yajalon. Entran y como masa independentista de Hidalgo, saquean las casas en busca comida, y bienes, toman el zócalo y sitian la ciudad durante semanas. El miedo de los pueblos vecinos facilita la toma del siguiente pueblo y así avanzan como marabunta. Afortunadamente consiguieron suficientes abastos antes de llegar hasta Yajalón, pero el nombrarlos como buenos o defensores de los derechos demuestra tu ignorancia. Simplemente para ellos, es un término peyorativo, zapatista es un ladrón.
Yajalón aún con sus encantos sólo me impulsaba a ir más allá a llegar hasta Guatemala. Desafortunadamente tuvimos que regresar, tomamos el camión a Ocosingo y de ahí a Villahermosa. La carretera, paralela a las vías del tren me enseñó a los maras por primera vez. Viajaban sobre el techo o agarrados sobre las escaleras de un tren comercial, todos jóvenes con playeras blancas y muchos tatuajes. Pepe me dijo que esas vías vienen desde Guatemala. Eran decenas de hombres sobre muchos vagones, quizá viajan diario quizá a veces más.
Ya en México no volví a defender la declaración de la selva Lacandona, sobra decir que nunca volví a ir a mitin en Tlatelolco, pero Chiapas seguía siendo para mí, ese camaleón indescifrable. Meses después se me presentó una nueva aventura de regresar a ese lugar ecléctico, la tomé.
En la segunda vuelta a Chiapas llegué hasta San Juan Chamula y Zinacantán. San Juan Chamula parece una región aparte, a media hora de climas cálidos y asfixiantes, está esa montaña colorida. Gris por la neblina, blanca por la lana y arco iris por sus playeras. Entramos a la iglesia de San Juan Chamula, una iglesia obscura y tan distinta. Sólo se me ocurre sincretismo para entender sus costumbres, no ostentan altar ni bancas sino heno en el suelo, la gente, sentada sobre sus rodillas lleva refrescos y gallinas dentro de la Iglesia. Los chamanes que sanan entre veladoras, lirios y santos tienen dos curaciones básicas: Si tu mal es pasajero toma refresco, si eructas se te sale el espíritu malo, sino al menos pide un deseo. Pero existen niveles de enfermedad y así mismo si corres grave riesgo, es decir una enfermedad terminal, tendrás que llevar una gallina, si al jalarle la cabeza esta muere sin sangrar es muy probable que sanes, si en cambio ésta sangra, no hay mucha esperanza. Estas tradiciones explicadas gracias a Manuel, un niño del pueblo que se gana 10 pesos llevando a turistas dentro del templo y dentro de sus creencias.
Zinacantán es otro pueblo azul, las mujeres y los hombres usan siempre, cual uniforme un chal azul turquesa. En este zócalo cerca del kiosco, es donde unas niñas me dejaron tomarme una foto con ellas, cobrándome 10 pesos cada una. Se vende, se prostituye la imagen del indígena, lo que para nosotros es novedad y folklore, para ellos es cotidianeidad pero ante la reacción de los ojos externos es la oportunidad no de introducirlo porque son cerrados sino de sacar beneficio a esa extrañeza, a esa alteridad y ese mundo paralelo que vive bajo la misma bandera. Las niñas entienden su diferencia pero encuentran oportunidad en esta, así de obtener unos pesos como de mostrarse. Sin embargo la culpa es también de nosotros, tanto mía como de todos los turistas que pagan por llevarse como recuerdo, una foto de esa extrañeza, un trozo de la realidad, no para reconocerlo como una pieza de nuestra identidad, sino como una muestra de microscopio digna de observar y desmenuzar. No hay remedio, lo ajeno es siempre explotable, utilizable y negociable a nuestros intereses.
Meses después me di cuenta que esas niñas vivían en las escaleras del kiosco o al menos allí obtenían mas dinero y visibilidad. En una exposición en México, organizada por la UNICEF, exhibida en las puertas de Chapultepec, encontré fotos de niños amish, de niños jarochos, regios y de nuevo la mirada de esas cuatro niñas con sus mismos chales azules, en la misma posición que mi foto con ellas en Zinacantán.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Eco

- La habitación está obscura y la cama esta hecha.
- Si, aunque mi tío está acostado desde hace meses.
Es que no entiende el estudiante, el cuarto está ocupado pero mes con mes viene a preguntar: ¿No piensa que ya es hora de darlo en alquiler?
- Pero como voy a rentar un cuarto, donde ya vive alguien- respondo automáticamente.
- No habla, no se mueve ¿cree que aún siga ahí?
- Mi padre lo cuida y yo lo visito en las tardes
- Pero si el cuarto se siente frío, es hora de rentarlo- insiste
- Venga el próximo mes o búsquese otro lugar
- Me gusta este, es chiquito y privado, cerca de mi escuela, pero ya es hora - se da la vuelta.
Su cuerpo esta allí, como puede él negarlo, lleva meses allí, sin hacer más que estar recostado. Ese es su cuarto, él nos necesita y para mi es costumbre verlo.

Mariana Torres

martes, 24 de noviembre de 2009

La trampa de la estación

La trampa de la estación

Por Ara Arañita

 

Desde las calles de Pankow no se ve el Siegesäule, ni el Potsdamer Platz con el moderno Sony Center. Incluso la estación de trenes y metro “Bahnhof Zoo“, famosa por el libro de Christianne F. y la película para la cual David Bowie compuso su éxito heroes, están demasiado lejos. Desde el auto, un compacto de la VW pintado por segunda vez, sólo veía locales cerrados, edificios simples, muy  planos y angulosos. Mis anfitriones sonreían desde la parte delantera. Gefällt dir?  Apareció ante mí una especie de infonavit primermundista, con edificios del mismo tamaño, recién pintados (todos de un amarillo claro muy armonioso), sin personas ni basura, con árboles todavía sin hojas a pesar de que ya estábamos a finales de abril. Gefällt dir?

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Bajamos del avión para entrar al aeropuerto más triste (hiperbólico): Domodédovo. Frío por dentro, muchas personas y todas parecían enojadas, no tristes, enojadas. Entendí la expresión de cara de pocos amigos. Un señor algo calvo y sonriente con un letrero que decía ALONSO me señaló y señaló el letrero, ¿Alonsa? Alonso, el coordinador de nuestro grupo. Después, dos horas en una camioneta a través de senderos de asfalto; desde la ventana sólo se veían árboles. El primer indicio de la capital fue la aparición de edificios altísimos pero nada elegantes como los rascacielos de las ciudades norteamericanas, sino monstruos sucios, rodeados de grúas y basura, con casi nada a su alrededor. Avanzando más, llegamos a un edificio aprisionado por una reja negra y algo oxidada, pero alargado hacia el cielo, gris (como todo a su alrededor): The Academy of labour and social relations, Moscow.

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La escuela era el Rosa Luxemburg Gymnasium, la que estaba más hacia el norte era la Karl Ossietsky y el parque enfrente de la estación del metro Pankow era el Garbaty Platz. La avenida que llegaba hasta la puerta de Frankurt, la avenida Karl Marx. En el año 2005, poco después de la muerte del Papa, se hizo una propuesta para cambiarle el nombre a dicha avenida por el de avenida Johannes Paul der Zweite (Juan Pablo II): los berlineses se negaron. O al menos se negaron los que yo conocía. Michael Förster y Dorit Eschner tendrían unos cuarenta y tantos, eran una pareja todavía enamorada, ella enérgica profesora de biología, el ex militar y desempleado. Contaban que desde su antiguo departamento se podía ver el muro, y la caída había sido todo un acontecimiento. Me mostraron la primera sex shop del Berlín oriental, Carlos Depot, ahora un local grafiteado y abandonado. A primera vista eran una familia alemana, simplemente. Pero, ¿cómo definir una familia alemana? Y con mayor razón, llegando a Berlín yo esperaba encontrarme en la gran ciudad, en el Berlín de Wings of desire, el de Marlene Dietrich, el de la televisión; sin embargo, lo que me rodeaba era una realidad totalmente inesperada. La oferta de idiomas en el Rosa Luxemburg Gymnasium era de español, francés, inglés, ruso, checo y polaco, y no es precisamente que Berlín esté cerca de Rusia. Ese fue el Berlín que me embriagó, que me sedujo, un lugar que supuestamente hace casi veinte años ya dejó de existir pero que sigue, más fuerte. En las tiendas rusas, en los puestos junto al muro, al checkpoint Charlie y al Rotes Rathaus, donde no se veía ni un solo recuerdo alemán: todas eran artesanías rusas, pasaportes antiguos de la DDR y gorros del ejército rojo.

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¿Por qué quiere usted aprender serbio? ¡Ese es un idioma insignificante, lo hablan sólo en ese pequeño país. ¡Mejor aprenda ruso: en la gran Rusia todos lo hablan, es un idioma enorme, importante, que sí le va a servir! Nina Vasiliovna Khorosheva era una mujer de más de sesenta, enérgica y exagerada que hablaba un perfecto español, a pesar de que su única salida fuera de la gran Rusia había sido una vez a Ucrania. Nina sabía de memoria la historia de todas las iglesias de Moscú, de sus parques, de los museos, de los íconos. Ya abuela, caminaba y caminaba, sonreía cuando hablaba con nosotros pero al entablar conversación con algún paisano cambiaba el rostro, parecía gritar y regañar. A pesar de su gran amor a la patria, estaba casada con un estadounidense.

Vladimir Fiodorovich Kotelnikov era el director del programa de tandem. Casado con una coreana, aprendía coreano y era una de las pocas personas que hablaban inglés –aunque, a pesar de ello, muchas veces no lográbamos entendernos-. Para entender a un ruso hay que pensar en la hipérbole: por las mañanas, el Señor Kotelnikov (o Vladimir Fiodorovich, si queríamos llamarlo por su nombre de pila) hacía sus deberes administrativos como Dios manda, y en los momentos de ocio se dedicaba a beber también como Dios manda (o al menos el Dios de los rusos);el día de la clausura del programa, después de dar por terminada la fiesta, recibimos una amable invitación to my office, to drink more.

La hipérbole: las estaciones centrales de metro moscovita son quizás las más hermosas del mundo, con sus bóvedas, candelabros y vitrales. En las estaciones más lejanas como Prospekt Vernadskogo, en la zona donde vivíamos, el metro era un gran rectángulo entre gris y azul claro, sucio, casi abandonado, como una gran caja de zapatos donde acomodar a los 2600 millones de personas que lo abordan cada año. Pensar en un metro lleno para los latinoamericanos quizás siempre remita a mucha gente, vendedores ambulantes y sus memorizadas letanías, ruido, empujones, risas y música: en el metro de Moscú la gente no habla, no se ríe ni grita, todos van como en un organizado desfile, desde lejos se ve la masa silenciosa que se mueve, como en procesión muda.

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Los berlineses tienen un propio dialecto, Berliner, uno de los menos conocidos del alemán si lo comparamos por ejemplo con el Bayerisch o el Kölsch.  Sandra, una grafitera profesional de 38 años, lesbiana, tenía un acento terrible. Aún después de varios meses de convivencia juntas me era imposible entenderle; ella, gran amiga de Dorit y Michael, usaba sólo su bicicleta y rara vez se subía al U-Bahn o S-Bahn berlineses, los trenes subterráneos y elevados que cruzan la ciudad por completo, la rodean y la atraviesan. Las líneas del metro subterráneo eran la única manera en la que Michael iba hacia Berlín Occidental a su antiguo trabajo hacía un par de años, desde su casa hasta las cercanías del estadio: otra ciudad, sin gigantescos multifamiliares, sin calles con nombres soviéticos, con más autos, menos bicicletas. La misma línea naranja que transportaba a Michael Förster es una de las que atraviesan los polos de las dos ciudades, pasando (¡finalmente!) por la Bahnhof Zoo de las películas y los adolescentes junkies de los 70’s.

            El Spree, río de la ciudad, ofrece paseos muy turísticos y occidentales en bote para recorrerlo y disfrutar de la ciudad desde la calma de sus aguas, inmutables. El embarcadero estaba localizado en algún punto más allá de la puerta de Brandemburgo, por lo cual Michael y Dorit, siempre previsores, tuvieron que llevar un mapa de la ciudad. A pesar del mapa nos perdimos, perdidos en la ciudad que vio nacer y crecer a los abuelos y padres de la pareja alemana, y aun a ellos mismos, la ciudad donde sus hijos Lisa y Niklas nacieron y van a la escuela. La ciudad que no han dejado ni para estudiar fuera: perdidos. Michael gritaba y maldecía, dando de vueltas por calles parecidas a fotos del centro de Ámsterdam, con casas originales, de distintos colores y grandes jardines. Algo imposible en el este de Berlín, morada de los Ossies, berlineses de cepa. En Hellersdorf y Hönow, lugares en las últimas estaciones de la línea café del U-Bahn que llega a la frontera este de la ciudad, existe un fuerte problema de neo-nazis; cada año tiene lugar en el parque de Hellersdorf el festival anti nazi, con la presencia tanto de inmigrantes como de berlineses hartos de la hipérbole de sus conciudadanos, hartos de seguir odiando al resto.

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Oficially, you can not drink in the academy. Extra- oficially, you can drink. La sabia voz de Mr. Kotelnikov nos indicaba cómo comportarnos. Todo es posible aunque no lo parezca. Recuerdo la primera noche que compramos un par de cervezas para llevarlas al dormitorio, estaba temerosa porque no quería problemas con los policías de la entrada, pero cual no fue mi sorpresa al llegar y verlos ebrios viendo el fútbol, muy animados, incluso respondiendo con un Zdravstvuite! sin la habitual mala cara. Y es que en Moscú hay que cuidarse, pues el ánimo de sus habitantes cambia según las actividades del día. El mismo policía que malhumorado nos abrió la puerta un día en la madrugada, regaló a mi amiga vodka y chocolate, la cargó y le recitó poemas de Pushkin por la noche.

¿Por qué las caras largas en todas partes? La explicación la obtuve de Ilya Sergeyevich Yatzin, un moscovita de veintiún años quien me explicó que en épocas de Stalin todos tenían miedo de decir algo que no debían y de hablar con las personas desconocidas, pues cualquiera podía ser un espía; y abrir la boca frente a alguien de las fuerzas del Estado significaba pérdida del trabajo, cárcel, muerte o una condena en el lager.

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Algo parecido a lo temido por los rusos le sucedió al abuelo de Deborah K, la mejor amiga de Lisa Förster, hija de Michael y Dorit, con quienes yo vivía. El abuelo de Deborah era profesor en el bachillerato, y durante alguna conversación se le escapó una leve crítica al sistema, por lo cual fue inmediatamente despedido y tuvo que buscar algún oficio en el cual ganaba mucho menos. Cuando su hija Karin, madre de Deborah, quiso entrar a la universidad, fue imposible. Ella y su hija vivían en un multifamiliar blanco grisáceo cerca de la estación Vinetastrasse, en Pankow. Por la misma línea naranja se llegaba al centro, al Alexanderplatz, el único lugar de Ost-Berlin donde el gobierno parecía haber puesto especial cuidado (pues todo se ve casi igual de bonito y pintoresco que cualquier capital de Europa occidental) con sus módulos de turismo modernísimos, muchos edificios antiguos muy bien cuidados (casi todos reconstruidos), peatones, orden, algunos cafés al aire libre, la mundialmente famosa Isla de los Museos, y todo este paseo de guía por la avenida Unter den Linden coronado con la Puerta de Brandemburgo, majestuosa y estéril. Al atravesarla, ni nos damos cuenta, no hay ya una diferencia, pues caminando un poco llegamos al Sony Center y caminando más al Siegesäule. Caminando más llegamos hasta el Ku’ damm, una gigantesca avenida de tres kilómetros de tiendas y tiendas, desde Nike hasta pequeños locales donde encontramos recuerdos de la ciudad: finalmente llegamos al Berlín que el cine y las noticias nos han prometido siempre. El Berlín que ni Michael ni Dorit conocen. Y tampoco sus hijos.

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Al final de los viajes el cielo es el mismo, desde Moscú o desde Berlín. Y una parte de Nina y de Vladimir existe en Michael y Dorit: a pesar de que la pareja alemana no conoce a los profesores rusos, tiene mucho más en común con ellos que cualquier habitante de Hannover, Frankfurt o incluso cualquier berlinés que haya vivido dos calles más allá de la puerta de Brandemburgo (en su otra ciudad). Los puentes, los canales, los colores, no son oriundos ni de Pankow ni de Hönow, mucho menos de Moscú. Así como en El guardagujas de Arreola hay estaciones construidas en medio de la selva que llevan el nombre de alguna ciudad importante, pero son como decoraciones teatrales, con personas falsas llenas de aserrín para engañar al viajero, así es la Plaza Roja y el centro de Moscú, así es el Alexanderplatz, el Reichstag (cubierto de tela en alguna ocasión por Cristo) y la altísima torre de televisión; si los pasajeros se bajan y caminan un poco más, descubrirán la trampa: están en medio de la selva.

Diarios de viaje

No entiendo aún el concepto del tiempo, es tremendo, apabullante. Veo las fotos viejas y lo recuerdo como si fuera ahora, recién tomado. Sólo el largo del cabello marca el tiempo, hasta ahora. La modernidad y la tecnología no me dejan tomar un respiro y digerir las cosas.
Un día puedes puedes subirte al tren e ir Rotterdam; ver la casa blanca que sobrevivó a la segunda guerra mundial, tomarte una foto y regresar, cenar y al día siguiente estar en Grenoble, Francia.
Qué díficil, antes los viajes en barco o los largos viajes en carruaje permitían al sentimiento humano solaz. Esos meses de transporte de un lugar a otro los dejaban asimilar los cambios, entender lo que dejaban y desear lo futuro. Ahora es tán rápido, que cuando sigues pensando en la tarea anterior, el tiempo ya te arrastró dos episodios. No es que estés ausente, no es que no disfrutes. Aun me veo andar en bicicleta durante la noche. Yo con abrigo rojo, gorra café, botas nuevas. El aíre frío recorriendo mi cara y cuello, yo pensando en lo despierta que me sentía. Enderezandome en el asiento, volteando a ver mi reflejo en la vitrina y pensando: "Esto es único, vive cada instante" No puedo ser golosa y recordar así cada instante, cada mo-men-to, pero si te esfuerzas, los recuerdas así, todos, abstrayéndote de la realidad y reproduciéndola como película, soñando el pasado y otra vez mas vida te olvida. El tiempo come, te atrapa y te abrasa.


Mariana Torres

el no-comienzo/ the no-beginning

Primeros pasos. Estamos hartos, como todos han estado hartos en su momento. Pero estamos hartos del mercado que han hecho del arte, de que todo se tenga que validar, vender, comprar, que todo tenga una marca, una editorial, que todo sea mostrado en una galería o validado en una exposición. Y somos muchos, o ninguno también, somos los que estamos en varias partes del mundo cansados de tener que escribir cientos de tesis y tener miles de doctorados para acabar en el círculo vicioso de los guardianes del Canon. Y por eso el colectivo 24 invita y es de todo y para todos, para la expresión propia y grupal sin tener que recibir un 10 en la calificación final.

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First septs. We are tired, like everyone has been at their own time. But we are tired of the art market that they have created, that everything now has to be valitated, sold, bought, that everything has to have a brand, an editorial, that everything has to be shown in a gallery or validated in an art show. And we are many, or none, we are those we are in many sites all over the world, tired againof having to write hundreds of thesis and have thousans of master degrees, to end up again in the same thing that we hated when we were young. And that is why colectivo24 invites, because it's of everything and for everyone, for the own and collective expression, without the need of having an A+ at the final test.