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martes, 24 de noviembre de 2009

La trampa de la estación

La trampa de la estación

Por Ara Arañita

 

Desde las calles de Pankow no se ve el Siegesäule, ni el Potsdamer Platz con el moderno Sony Center. Incluso la estación de trenes y metro “Bahnhof Zoo“, famosa por el libro de Christianne F. y la película para la cual David Bowie compuso su éxito heroes, están demasiado lejos. Desde el auto, un compacto de la VW pintado por segunda vez, sólo veía locales cerrados, edificios simples, muy  planos y angulosos. Mis anfitriones sonreían desde la parte delantera. Gefällt dir?  Apareció ante mí una especie de infonavit primermundista, con edificios del mismo tamaño, recién pintados (todos de un amarillo claro muy armonioso), sin personas ni basura, con árboles todavía sin hojas a pesar de que ya estábamos a finales de abril. Gefällt dir?

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Bajamos del avión para entrar al aeropuerto más triste (hiperbólico): Domodédovo. Frío por dentro, muchas personas y todas parecían enojadas, no tristes, enojadas. Entendí la expresión de cara de pocos amigos. Un señor algo calvo y sonriente con un letrero que decía ALONSO me señaló y señaló el letrero, ¿Alonsa? Alonso, el coordinador de nuestro grupo. Después, dos horas en una camioneta a través de senderos de asfalto; desde la ventana sólo se veían árboles. El primer indicio de la capital fue la aparición de edificios altísimos pero nada elegantes como los rascacielos de las ciudades norteamericanas, sino monstruos sucios, rodeados de grúas y basura, con casi nada a su alrededor. Avanzando más, llegamos a un edificio aprisionado por una reja negra y algo oxidada, pero alargado hacia el cielo, gris (como todo a su alrededor): The Academy of labour and social relations, Moscow.

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La escuela era el Rosa Luxemburg Gymnasium, la que estaba más hacia el norte era la Karl Ossietsky y el parque enfrente de la estación del metro Pankow era el Garbaty Platz. La avenida que llegaba hasta la puerta de Frankurt, la avenida Karl Marx. En el año 2005, poco después de la muerte del Papa, se hizo una propuesta para cambiarle el nombre a dicha avenida por el de avenida Johannes Paul der Zweite (Juan Pablo II): los berlineses se negaron. O al menos se negaron los que yo conocía. Michael Förster y Dorit Eschner tendrían unos cuarenta y tantos, eran una pareja todavía enamorada, ella enérgica profesora de biología, el ex militar y desempleado. Contaban que desde su antiguo departamento se podía ver el muro, y la caída había sido todo un acontecimiento. Me mostraron la primera sex shop del Berlín oriental, Carlos Depot, ahora un local grafiteado y abandonado. A primera vista eran una familia alemana, simplemente. Pero, ¿cómo definir una familia alemana? Y con mayor razón, llegando a Berlín yo esperaba encontrarme en la gran ciudad, en el Berlín de Wings of desire, el de Marlene Dietrich, el de la televisión; sin embargo, lo que me rodeaba era una realidad totalmente inesperada. La oferta de idiomas en el Rosa Luxemburg Gymnasium era de español, francés, inglés, ruso, checo y polaco, y no es precisamente que Berlín esté cerca de Rusia. Ese fue el Berlín que me embriagó, que me sedujo, un lugar que supuestamente hace casi veinte años ya dejó de existir pero que sigue, más fuerte. En las tiendas rusas, en los puestos junto al muro, al checkpoint Charlie y al Rotes Rathaus, donde no se veía ni un solo recuerdo alemán: todas eran artesanías rusas, pasaportes antiguos de la DDR y gorros del ejército rojo.

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¿Por qué quiere usted aprender serbio? ¡Ese es un idioma insignificante, lo hablan sólo en ese pequeño país. ¡Mejor aprenda ruso: en la gran Rusia todos lo hablan, es un idioma enorme, importante, que sí le va a servir! Nina Vasiliovna Khorosheva era una mujer de más de sesenta, enérgica y exagerada que hablaba un perfecto español, a pesar de que su única salida fuera de la gran Rusia había sido una vez a Ucrania. Nina sabía de memoria la historia de todas las iglesias de Moscú, de sus parques, de los museos, de los íconos. Ya abuela, caminaba y caminaba, sonreía cuando hablaba con nosotros pero al entablar conversación con algún paisano cambiaba el rostro, parecía gritar y regañar. A pesar de su gran amor a la patria, estaba casada con un estadounidense.

Vladimir Fiodorovich Kotelnikov era el director del programa de tandem. Casado con una coreana, aprendía coreano y era una de las pocas personas que hablaban inglés –aunque, a pesar de ello, muchas veces no lográbamos entendernos-. Para entender a un ruso hay que pensar en la hipérbole: por las mañanas, el Señor Kotelnikov (o Vladimir Fiodorovich, si queríamos llamarlo por su nombre de pila) hacía sus deberes administrativos como Dios manda, y en los momentos de ocio se dedicaba a beber también como Dios manda (o al menos el Dios de los rusos);el día de la clausura del programa, después de dar por terminada la fiesta, recibimos una amable invitación to my office, to drink more.

La hipérbole: las estaciones centrales de metro moscovita son quizás las más hermosas del mundo, con sus bóvedas, candelabros y vitrales. En las estaciones más lejanas como Prospekt Vernadskogo, en la zona donde vivíamos, el metro era un gran rectángulo entre gris y azul claro, sucio, casi abandonado, como una gran caja de zapatos donde acomodar a los 2600 millones de personas que lo abordan cada año. Pensar en un metro lleno para los latinoamericanos quizás siempre remita a mucha gente, vendedores ambulantes y sus memorizadas letanías, ruido, empujones, risas y música: en el metro de Moscú la gente no habla, no se ríe ni grita, todos van como en un organizado desfile, desde lejos se ve la masa silenciosa que se mueve, como en procesión muda.

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Los berlineses tienen un propio dialecto, Berliner, uno de los menos conocidos del alemán si lo comparamos por ejemplo con el Bayerisch o el Kölsch.  Sandra, una grafitera profesional de 38 años, lesbiana, tenía un acento terrible. Aún después de varios meses de convivencia juntas me era imposible entenderle; ella, gran amiga de Dorit y Michael, usaba sólo su bicicleta y rara vez se subía al U-Bahn o S-Bahn berlineses, los trenes subterráneos y elevados que cruzan la ciudad por completo, la rodean y la atraviesan. Las líneas del metro subterráneo eran la única manera en la que Michael iba hacia Berlín Occidental a su antiguo trabajo hacía un par de años, desde su casa hasta las cercanías del estadio: otra ciudad, sin gigantescos multifamiliares, sin calles con nombres soviéticos, con más autos, menos bicicletas. La misma línea naranja que transportaba a Michael Förster es una de las que atraviesan los polos de las dos ciudades, pasando (¡finalmente!) por la Bahnhof Zoo de las películas y los adolescentes junkies de los 70’s.

            El Spree, río de la ciudad, ofrece paseos muy turísticos y occidentales en bote para recorrerlo y disfrutar de la ciudad desde la calma de sus aguas, inmutables. El embarcadero estaba localizado en algún punto más allá de la puerta de Brandemburgo, por lo cual Michael y Dorit, siempre previsores, tuvieron que llevar un mapa de la ciudad. A pesar del mapa nos perdimos, perdidos en la ciudad que vio nacer y crecer a los abuelos y padres de la pareja alemana, y aun a ellos mismos, la ciudad donde sus hijos Lisa y Niklas nacieron y van a la escuela. La ciudad que no han dejado ni para estudiar fuera: perdidos. Michael gritaba y maldecía, dando de vueltas por calles parecidas a fotos del centro de Ámsterdam, con casas originales, de distintos colores y grandes jardines. Algo imposible en el este de Berlín, morada de los Ossies, berlineses de cepa. En Hellersdorf y Hönow, lugares en las últimas estaciones de la línea café del U-Bahn que llega a la frontera este de la ciudad, existe un fuerte problema de neo-nazis; cada año tiene lugar en el parque de Hellersdorf el festival anti nazi, con la presencia tanto de inmigrantes como de berlineses hartos de la hipérbole de sus conciudadanos, hartos de seguir odiando al resto.

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Oficially, you can not drink in the academy. Extra- oficially, you can drink. La sabia voz de Mr. Kotelnikov nos indicaba cómo comportarnos. Todo es posible aunque no lo parezca. Recuerdo la primera noche que compramos un par de cervezas para llevarlas al dormitorio, estaba temerosa porque no quería problemas con los policías de la entrada, pero cual no fue mi sorpresa al llegar y verlos ebrios viendo el fútbol, muy animados, incluso respondiendo con un Zdravstvuite! sin la habitual mala cara. Y es que en Moscú hay que cuidarse, pues el ánimo de sus habitantes cambia según las actividades del día. El mismo policía que malhumorado nos abrió la puerta un día en la madrugada, regaló a mi amiga vodka y chocolate, la cargó y le recitó poemas de Pushkin por la noche.

¿Por qué las caras largas en todas partes? La explicación la obtuve de Ilya Sergeyevich Yatzin, un moscovita de veintiún años quien me explicó que en épocas de Stalin todos tenían miedo de decir algo que no debían y de hablar con las personas desconocidas, pues cualquiera podía ser un espía; y abrir la boca frente a alguien de las fuerzas del Estado significaba pérdida del trabajo, cárcel, muerte o una condena en el lager.

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Algo parecido a lo temido por los rusos le sucedió al abuelo de Deborah K, la mejor amiga de Lisa Förster, hija de Michael y Dorit, con quienes yo vivía. El abuelo de Deborah era profesor en el bachillerato, y durante alguna conversación se le escapó una leve crítica al sistema, por lo cual fue inmediatamente despedido y tuvo que buscar algún oficio en el cual ganaba mucho menos. Cuando su hija Karin, madre de Deborah, quiso entrar a la universidad, fue imposible. Ella y su hija vivían en un multifamiliar blanco grisáceo cerca de la estación Vinetastrasse, en Pankow. Por la misma línea naranja se llegaba al centro, al Alexanderplatz, el único lugar de Ost-Berlin donde el gobierno parecía haber puesto especial cuidado (pues todo se ve casi igual de bonito y pintoresco que cualquier capital de Europa occidental) con sus módulos de turismo modernísimos, muchos edificios antiguos muy bien cuidados (casi todos reconstruidos), peatones, orden, algunos cafés al aire libre, la mundialmente famosa Isla de los Museos, y todo este paseo de guía por la avenida Unter den Linden coronado con la Puerta de Brandemburgo, majestuosa y estéril. Al atravesarla, ni nos damos cuenta, no hay ya una diferencia, pues caminando un poco llegamos al Sony Center y caminando más al Siegesäule. Caminando más llegamos hasta el Ku’ damm, una gigantesca avenida de tres kilómetros de tiendas y tiendas, desde Nike hasta pequeños locales donde encontramos recuerdos de la ciudad: finalmente llegamos al Berlín que el cine y las noticias nos han prometido siempre. El Berlín que ni Michael ni Dorit conocen. Y tampoco sus hijos.

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Al final de los viajes el cielo es el mismo, desde Moscú o desde Berlín. Y una parte de Nina y de Vladimir existe en Michael y Dorit: a pesar de que la pareja alemana no conoce a los profesores rusos, tiene mucho más en común con ellos que cualquier habitante de Hannover, Frankfurt o incluso cualquier berlinés que haya vivido dos calles más allá de la puerta de Brandemburgo (en su otra ciudad). Los puentes, los canales, los colores, no son oriundos ni de Pankow ni de Hönow, mucho menos de Moscú. Así como en El guardagujas de Arreola hay estaciones construidas en medio de la selva que llevan el nombre de alguna ciudad importante, pero son como decoraciones teatrales, con personas falsas llenas de aserrín para engañar al viajero, así es la Plaza Roja y el centro de Moscú, así es el Alexanderplatz, el Reichstag (cubierto de tela en alguna ocasión por Cristo) y la altísima torre de televisión; si los pasajeros se bajan y caminan un poco más, descubrirán la trampa: están en medio de la selva.

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