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jueves, 3 de diciembre de 2009

Ecos disímiles

Mariana Torres

Ecos disímiles

Reaprendí a los zapatistas en Chiapas. Llegué a Tuxtla Gutiérrez y aunque ya es Chiapas, mantiene todas las características de una ciudad de corte colonialista que conocemos: su kiosco, la música en las tardes, los restaurantes típicos como el Pichanchos junto al no menos tradicional Mcdonalds. Común a muchas de las capitales de los estados, pero diferente al aura que domina en Chiapas. Esa aura como mítica que domina casi todo el estado, pero que entre más cercano a Guatemala, más alejado de México se siente y se sienten, ellos, los habitantes.
Antes, conocía a Chiapas por sus historias y sus personajes: me refiero a la matanza de Acteal, a los constantes levantamientos zapatistas y por supuesto a Marcos. Marcos, tal cual, sin más, porque no necesita apellidos ni rostro para trascender. Ese personaje emblemático y representante de los zapatistas, la cara y voz de los pueblos. Curioso, la cara de los que se sienten ajenos, es un huidizo con sólo los labios y ojos visibles. Su poder radica justamente en eso, en ver y hablar injusticias y abusos de poder. Aunque “abusos” y “poder” son términos subjetivos y depende de quién lo posea para pensar si justamente favorece nuestros intereses. Pero volviendo a Marcos, me imaginaba su figura como esos héroes nacionales que una vez muertos, echaríamos de menos su presencia, como ese anti héroe que finalmente colocaríamos en las efemérides.
Quizá visión polarizada, correspondiente con lo que aprendí en periódicos, publicacionsuchas, papel, en fin como “Machetearte” y en eventos rememorando el 2 de octubre en la Plaza de las tres culturas atrás de Tlatelolco, en la Ciudad de México. No entiendo aún la relación pero los zapatistas siguen defendiendo todavía a los estudiantes caídos, quizá más como ejemplos de represiones que por las mismas causas ideológicas.
En fin, la tierra que conocía era esa, la del anti héroe levantista y sobreviviente sureño, que intenta hacer de Chiapas su propio Estado. Así que después de un día en Tuxtla, Paty y yo, fuimos, adentrándonos en la selva.
Recorrimos en dos horas el Cañón del Sumidero, viendo cocodrilos, changos y hombres sobre lanchas recogiendo la superficie cubierta de basura; meses antes de que fuera cerrado por obras de preservación. Miles de embarcaciones transportan diario a turistas a lo largo del río, con sus lanchas viejas goteando petróleo con cada girar de hélices.
Por la noche, entramos al frío San Cristóbal. El fuerte viento te inclina a desear el ponche y el pan de yema del mercadito. Las señoras usan faldas de lana negra para aguantar el clima, pero a pesar de esas faldas, hechas a mano y que no se venden a turistas, ellas andan a huaraches sin problema.
El ambiente provincial e íntimo se alterna con las masas de turistas angloparlantes que recorren el zócalo preguntando por sus hoteles, mostrando la llave como único lenguaje común. Sin embargo, al pasar por la iglesia del ex obispo Samuel Ruiz, ya comienzo a sentir el eco de inconformidad que te encaja a ese mundo alejado del comercio. Esos pueblo que han sufrido tanto por tantos año y sin embargo visitamos sin profundizar, por dos o tres días, pero quien sabe de que hablarían si nos detuviéramos a escuchar. Tal vez nos dirían lo que Marcos y Ruiz dicen que piden, quizá a ellos eso ni les interesa discutir.
No demoramos lo necesario y toda la madrugada manejamos hasta Yajalon. Este fue entonces nuestra base, salíamos todos los días a recorrer otras regiones pero a Yajalon regresábamos a dormir.
Un día fuimos a Palenque, subimos y bajamos esas imponentes pirámides, esa maravillosa ciudad con altares y habitaciones, que a pesar del calor y la humedad mantiene las pinturas rojas en sus murales. Después de subir y bajar tres pirámides descubrimos pasajes por atrás en plena selva que comunicaban una pirámide con otra. Aun con el asfixiante calor caminamos por todo Palenque, incluso encontramos esas ruinas que dicen los historiadores, eran casas. Dentro de la selva, que aun no es el centro de la Lacandona, escuchamos un rugido, algo así como de un jaguar muy cercano a nosotras. Tiesas y cuidados salimos de la selva cerca de un río, donde el cuidador nos dijo sin inquietud que era el grito de un chango; los jaguares están escondidos más adentro. Ya cerca de la hora de comida encontramos un señor que nos llevaba en su coche a las Cascadas de Aguazul, como el camino es de una hora y media Guadalupe nos contó de su profesión. Él, no toda su vida había hecho viajes, antes trabajaba para el ejército como espía, con los zapatistas, así escuche nombrar por primera vez el litigioso pueblo de Guadalupe Yaxchilán. Guadalupe, el señor, se había jugado la vida durante meses entre los zapatistas y el ejército mexicano. Como la mayoría de las personas de la región, hablaba tzotzil, lengua que la gente considera segura. Su suerte se acabo cuando un compañero del partido lo vio salir del cuartel. No pudo ni volver al partido ni al cuartel; salió del pueblo y ahora con su camioneta Urban llevaba turistas de Palenque a Aguazul. Fue tan amable que intentó ahorrarnos dinero en la entrada de las cascadas. Es decir, si eres nativo de la región el precio es diferente a si viajas con cara de turista, además de los retenes cada 100 metros donde voluntariamente tienes que cooperar o no puedes avanzar. Guadalupe, insistió en tzotzil que éramos de un pueblo cercano, rogando porque no abriéramos la boca con nuestro insoportable español.
Nunca había sentido la presión corporal de la humedad como en esa ocasión, tomé cinco litros de agua en dos horas. Craso error en una reserva sin baños públicos. Estuvimos toda la tarde hasta que comenzó a llover y por seguridad nos sacaron. Si la corriente agarra fuerza, es más probable que te arrastre a la zona de las cascadas más peligrosas.
Al salir, ya en la carretera, un letrero espectacular negro no puede ser más claro en sus consignas “Territorio zapatista, donde el pueblo manda y el gobierno obedece” Quizá ese ambiente inhóspito explicaba la ausencia de transporte. Esperamos junto con una pareja a que pasara un camión, que nos llevaría al siguiente pueblo para así de pueblo en pueblo regresar a Yajalón o al menos, acercarnos a Ocosingo. La pareja nos dijo que allí ningún camión o combi paraba; nos lo dijeron justo antes de que un Jetta los subiera. Así que sin dudarlo empezamos a pedir aventón, el siguiente que se paro fue una camioneta pick-up doble cabina que iba hasta Tonalá. Los señores recorrían durante todo el año la costa de Oaxaca a Chiapas fumigando los pueblos, está vez en emergencia venían de Misol-Ha.
El nombre de Guadalupe Yaxchilán ya giraba en mi cabeza y sin más recato sobre esta ciudad ambivalente les pregunte sobre ella. El chofer nos contó que durante años entraron a fumigarles, hasta el día que les prohibieron la entrada los zapatistas. Según el, dentro del pueblo hay un helipuerto y maestros españoles para los niños. Son muy cultos y tienen dinero pero a costa de vender la patria. Existen unas ruinas que bajo el emblema de que el gobierno no posee esas tierras, el INAH (Instituto Nacional de Antropología e Historia) no puede entrar, así que ellos hacen uso de esos vestigios. Venden las piezas a coleccionistas gringos o cualquiera que tenga el dinero que desean. El instituto ha intentado explorarlas pero si el ejército no puede entrar, que espera una decena de historiadores.
Ya en la encrucijada para entrar a Yajalon, pasamos por pueblos con nombres sugerentes como Cítala y Túmbala. José, un amigo del pueblo nutrió nuestra curiosidad esa noche cuando nos contó más historias sobre el misterioso pueblo de Guadalupe. Pepe, es decir José, es comerciante de piedras, entra a los pueblos a comprarlas y las vende en San Cristóbal o dónde haya un pedido. Así entró a Guadalupe un par de veces, dice que rara vez muestran su cara, nunca ofrecen su amistad y las fotos están prohibidas. Sobra decir que ningún no hablante de tzotzil pueda entrar.
Incluso llegó a más, nos contó cuando los zapatistas comenzaron a atacar pueblos vecinos a Yajalon. Entran y como masa independentista de Hidalgo, saquean las casas en busca comida, y bienes, toman el zócalo y sitian la ciudad durante semanas. El miedo de los pueblos vecinos facilita la toma del siguiente pueblo y así avanzan como marabunta. Afortunadamente consiguieron suficientes abastos antes de llegar hasta Yajalón, pero el nombrarlos como buenos o defensores de los derechos demuestra tu ignorancia. Simplemente para ellos, es un término peyorativo, zapatista es un ladrón.
Yajalón aún con sus encantos sólo me impulsaba a ir más allá a llegar hasta Guatemala. Desafortunadamente tuvimos que regresar, tomamos el camión a Ocosingo y de ahí a Villahermosa. La carretera, paralela a las vías del tren me enseñó a los maras por primera vez. Viajaban sobre el techo o agarrados sobre las escaleras de un tren comercial, todos jóvenes con playeras blancas y muchos tatuajes. Pepe me dijo que esas vías vienen desde Guatemala. Eran decenas de hombres sobre muchos vagones, quizá viajan diario quizá a veces más.
Ya en México no volví a defender la declaración de la selva Lacandona, sobra decir que nunca volví a ir a mitin en Tlatelolco, pero Chiapas seguía siendo para mí, ese camaleón indescifrable. Meses después se me presentó una nueva aventura de regresar a ese lugar ecléctico, la tomé.
En la segunda vuelta a Chiapas llegué hasta San Juan Chamula y Zinacantán. San Juan Chamula parece una región aparte, a media hora de climas cálidos y asfixiantes, está esa montaña colorida. Gris por la neblina, blanca por la lana y arco iris por sus playeras. Entramos a la iglesia de San Juan Chamula, una iglesia obscura y tan distinta. Sólo se me ocurre sincretismo para entender sus costumbres, no ostentan altar ni bancas sino heno en el suelo, la gente, sentada sobre sus rodillas lleva refrescos y gallinas dentro de la Iglesia. Los chamanes que sanan entre veladoras, lirios y santos tienen dos curaciones básicas: Si tu mal es pasajero toma refresco, si eructas se te sale el espíritu malo, sino al menos pide un deseo. Pero existen niveles de enfermedad y así mismo si corres grave riesgo, es decir una enfermedad terminal, tendrás que llevar una gallina, si al jalarle la cabeza esta muere sin sangrar es muy probable que sanes, si en cambio ésta sangra, no hay mucha esperanza. Estas tradiciones explicadas gracias a Manuel, un niño del pueblo que se gana 10 pesos llevando a turistas dentro del templo y dentro de sus creencias.
Zinacantán es otro pueblo azul, las mujeres y los hombres usan siempre, cual uniforme un chal azul turquesa. En este zócalo cerca del kiosco, es donde unas niñas me dejaron tomarme una foto con ellas, cobrándome 10 pesos cada una. Se vende, se prostituye la imagen del indígena, lo que para nosotros es novedad y folklore, para ellos es cotidianeidad pero ante la reacción de los ojos externos es la oportunidad no de introducirlo porque son cerrados sino de sacar beneficio a esa extrañeza, a esa alteridad y ese mundo paralelo que vive bajo la misma bandera. Las niñas entienden su diferencia pero encuentran oportunidad en esta, así de obtener unos pesos como de mostrarse. Sin embargo la culpa es también de nosotros, tanto mía como de todos los turistas que pagan por llevarse como recuerdo, una foto de esa extrañeza, un trozo de la realidad, no para reconocerlo como una pieza de nuestra identidad, sino como una muestra de microscopio digna de observar y desmenuzar. No hay remedio, lo ajeno es siempre explotable, utilizable y negociable a nuestros intereses.
Meses después me di cuenta que esas niñas vivían en las escaleras del kiosco o al menos allí obtenían mas dinero y visibilidad. En una exposición en México, organizada por la UNICEF, exhibida en las puertas de Chapultepec, encontré fotos de niños amish, de niños jarochos, regios y de nuevo la mirada de esas cuatro niñas con sus mismos chales azules, en la misma posición que mi foto con ellas en Zinacantán.

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